Me devoraba un helado en una de las esquinas del mercado de
Magdalena del Mar. Era el postre perfecto para ese día con más de treinta
grados. Después de un almuerzo consistente, mis ojos se movían con rapidez
observando todo lo que acontecía alrededor. De pronto sentí que tenía una mirada
encima, por un momento pase de ser observador a ser observado. Se trataba de una
mujer de cuarenta años aproximadamente. La mujer era delgada, de cabello color
amarillo ocre. Me sorprendió estirándome la mano. No entendía muy bien que
pasaba. La miré con una cara poco amigable, ella acercaba más su mano hacia mí
y noté que tenía una moneda. Yo ahora la miraba con cara de sorprendido y luego
me enfurecí más en ese momento. A la señora se le quitó la sonrisa de
miércoles de su rostro y se ruborizó. Luego no paraba de pedirme disculpas
por el incidente. La miré fijamente y la tilde de loca.
Ya camino a la chamba pensaba lo sucedido. No llegaba a entender
por qué para la mayoría de gente el hecho de estar en una silla de ruedas
es sinónimo de mendigo. ¿Llegan a tenernos lástima? ¿Por qué
tienen esa mentalidad? Estoy seguro que la discapacidad existe pero no de
parte de los que padecemos una lesión neurológica, física o motora, sino
de una sociedad que no es capaz de tolerar a personas distintas. A decir
verdad, la ciudad misma nos discrimina, su diseño es, desde luego, una forma de
limitarnos. Esos alcaldes, ingenieros, arquitectos nunca piensan más que en la
comodidad de una parte de la población al construir sus edificaciones. Esta es,
por tanto, una ciudad discapacitada, porque es ella las que nos limita y se
limita a sí misma.
Dos horas después de haber salido del trabajo, ya en la estación
de Matellini, a punto de hacer el último tramo para llegar a casa,
esperaba que el semáforo se pusiere en verde y de pronto una bicicleta se pone
a mi costado cubriendo, con más de la mitad de su llanta delantera, mi silla. Miro
tratando de entender que le pasa a la persona que la montaba y me di
con la sorpresa de que ese tipo ya estaba con la mano estirada esperando
que le recibiera el dinero que tenía en la mano. En ese momento el
semáforo se pone en verde, muevo mi silla un poco hacia la derecha
y me dispuse a seguir rodado. Dos veces en un día me volvió a ocurrir lo que no
me ocurría a hace mucho, con mucha frecuencia.