Con un dolor en la pansa, los nervios de punta,
en medio de una circunstancia jamás vivida. Esperaba una avalancha de preguntas
seguida de dedos acusadores, señalándome con los ojos encendidos. Un día antes
planché mi ropa, me afeité los cuatro pelos que tengo en la mandíbula. Me miré
en el espejo y ensayé la mirada que tenía que poner (sin arrugar la frente,
claro). Ante tanta presión, fui en busca de un amigo que hace años paso
por una situación similar. Hablamos unos minutos e intentó darme valor. No pudo. Nunca pensé hacer esto ni en mis sueños más
absurdos. Después de la conversa regresé a casa en la noche, no pude de dejar
de soñar con que, tarde o temprano, llegaría ese momento. Por ratos era todo confuso y despertaba exaltado en la madrugada. Tenía que estar tranquilo; sí, tranquilo, ¿pero cómo estarlo si
tenía la idea que causaría un terremoto de nueve grados con réplicas de la
misma magnitud? Al día siguiente me tome tres horas vistiéndome con calma para
que no se me escapara ningún detalle. A la hora de salir le prendí una vela a
mi zambo (Señor cautivo de Ayabaca) y de pronto me encontraba embarcado en el
metropolitano. En el camino iba haciendo mi Hoʻoponopono, un antiguo método
de sanación hawaiana basada en la reconciliación y el perdón. Ella me enseño
ese método. Siempre ella. La hora pactada estaba próxima, antes de ir a su casa nos encontramos
en un centro comercial, luego nos embarcamos en un taxi, los dos estábamos
nerviosos, no sé si ella más que yo. Teníamos las manos sujetas. La de
ella estaba sudada, se me ocurrió la idea de hacer bromas, así
bajaría la atención que nos asfixiaba. Estábamos a escasos veinte metros de
su casa, el auto que nos trasladaba no terminaba de cuadrase y yo ya quería
bajar y salir corriendo en sentido contrario (no seas gallina enfrenta a lo
hecho pecho, le grité a mi consciencia). Ingresé, por tanto, a la casa. El primer encuentro fue con su
hermana, unos instantes después salió su madre, ella, más cortes que yo. me
invito a pasar a la mesa. Seis personas sentadas y yo ocupando un lado de la
mesa, un ser extraño con apariencia de tranquilidad, sintiéndome observado
sin serlo. Todo transcurrió con absoluta calma, estaba sorprendido, esperaba la
avalancha de preguntas, el interrogatorio no se dio y el terremoto pronosticado
por ella y yo fue una falsa alarma, tan igual o peor que el pronosticaron los mayas.
miércoles, 9 de octubre de 2013
jueves, 1 de agosto de 2013
Llego el día y la hora
Después de un viaje muy agotador (las sillas de diario se las habían llevado en el otro avión y no teníamos como bajar y, en consecuencia, perdimos el bendito vuelo; así que nos hicieron esperar tres horas más) llegamos a una ciudad llena de árboles y cubierta por una especie de manto verde que eran los manglares. Treinta grados de temperatura y ascendiendo. Sí, señor, ya estamos en Medallo (Medellín, Colombia). Llegó la hora de almorzar, luego descansaríamos unas horas y por la noche nos darían la bienvenida en el lobby del hotel, todos juntos y revueltos. Por la noche, al finalizar la ceremonia de bienvenida nos indicaron que teníamos que pasar por los exámenes médicos para nuestras clasificaciones. Dos horas después, los nervios se habían apoderado de toda la delegación y comenzamos a especular y a hacer esas odiosas comparaciones con los otros jugadores de los otros equipos.
Al día siguiente, a las ocho treinta, después de tomar el desayuno con garepas insalubres (extrañé mi pan francés bien peruano, carajo) ya estaba listo para guerra. Me vestí con todos los accesorios hasta me senté en mi silla de quad rugby. ¡A realizar los exámenes médicos! Sube, baja, jala, haz fuerza, rueda, gira, etc. Ya tenían mi clasificación casi lista (2.0) era cuestión de verme jugar por la tarde y confirmar si era cierto que no podía hacer los movimiento que me pidieron durante el examen.
Llegó la hora pactada para el primer partido. Mi obsesión por la puntualidad me estaba desconcentrado, dos compañeros todavía no habían terminado de alistarse. Procuré no desesperarme y entre a la cancha para calentar: estiramiento, giros con la silla, pique, frenadas y todo lo que se me ocurría con tal de olvidar que en los vestidores aún habían dos demorándose. La chicharra sonó e inició el primer partido oficial de quad rugby; por fin se hacía realidad mi sueño, tuve que esperar ocho años para esto. Los primeros ocho minutos estuve en la banca (qué cólera, qué bronca, yo estuve listo primero que todos y a la hora de la hora me banquean). Tocaba esperar nomás.
Se escuchaban gritos de los jugadores tanto de los que estaban en la cancha como los suplentes, como yo. Se oían también las indicaciones de los técnicos. El primer tiempo terminó a favor de nosotros por una diferencia de cuatro anotaciones. Mientras el entrenador daba indicaciones para los siguiente ocho minutos yo movía mi silla alrededor de todos sin perder la concentración y esperando la orden de mi ingreso. Volvió a sonar la chicharra y el profesor dijo: ¡Vamos, muchachos! ¡Sí podemos! Mi cara se fue transformando, comencé a enfurecerme al ver que no me tomaba en cuenta. Luego el profesor volteó a verme, me cogió del hombro y me dijo Erik, entras tú. Estás encargado de hacer los saques y marcar al más rápido. Mi rostro no cambió, seguía igual de enfurecido, le demostraría que yo tenía que ser titular. Entré a la cancha no sin antes encomendarme al vago, al zambo y a mi amorcito. Ya estaba dentro del terreno de juego. Todos los saques eran míos, la silla la chocaba con toda mi fuerza, tenía que hacer sentir mi presencia. Con tanto choque tuvieron que cambiar mi llanta dos veces al terminar los ochos minutos. El equipo rival sólo anotó cuatro veces, nosotros diez. Mientras el profe daba las indicaciones, yo tomaba agua y me la rociaba un poco por la cara (qué calor, carajo). La chicharra sonó de nuevo. Mire al profesor de reojo, la idea de que no jugaría los siguiente ochos minutos me agobiaba. Cuando se disponían a entrar en la cancha, esperaba que el profe me cambiara por otro; pero al verme volvió a cogerme del hombro y me preguntó si podía continuar, yo con la seriedad del caso, desde luego, le dije que sí, y por dentro estallaba de felicidad. Jugué casi todo el resto del partido y nos llevamos la victoria del primer partido de la selección Peruana de quad rugby en silla de ruedas, en Medellín.
Y esto recién comienza, dará que habar. Daremos todo de nosotros, no nos dejaremos vencer, no, señor. Nos estamos preparando para el Sudamericano de noviembre. Ah..., quiero aclarar que me quedó un sinsabor con el equipo de Bogotá, ellos nos ganaron por un marcador largo pero sus años de experiencia pesaron, nosotros no cumplimos ni siquiera un año en esto. Pero la venganza en el deporte es dulce y se come de a pocos.
Erik
miércoles, 20 de marzo de 2013
Ciudad de M
Me devoraba un helado en una de las esquinas del mercado de
Magdalena del Mar. Era el postre perfecto para ese día con más de treinta
grados. Después de un almuerzo consistente, mis ojos se movían con rapidez
observando todo lo que acontecía alrededor. De pronto sentí que tenía una mirada
encima, por un momento pase de ser observador a ser observado. Se trataba de una
mujer de cuarenta años aproximadamente. La mujer era delgada, de cabello color
amarillo ocre. Me sorprendió estirándome la mano. No entendía muy bien que
pasaba. La miré con una cara poco amigable, ella acercaba más su mano hacia mí
y noté que tenía una moneda. Yo ahora la miraba con cara de sorprendido y luego
me enfurecí más en ese momento. A la señora se le quitó la sonrisa de
miércoles de su rostro y se ruborizó. Luego no paraba de pedirme disculpas
por el incidente. La miré fijamente y la tilde de loca.
Ya camino a la chamba pensaba lo sucedido. No llegaba a entender
por qué para la mayoría de gente el hecho de estar en una silla de ruedas
es sinónimo de mendigo. ¿Llegan a tenernos lástima? ¿Por qué
tienen esa mentalidad? Estoy seguro que la discapacidad existe pero no de
parte de los que padecemos una lesión neurológica, física o motora, sino
de una sociedad que no es capaz de tolerar a personas distintas. A decir
verdad, la ciudad misma nos discrimina, su diseño es, desde luego, una forma de
limitarnos. Esos alcaldes, ingenieros, arquitectos nunca piensan más que en la
comodidad de una parte de la población al construir sus edificaciones. Esta es,
por tanto, una ciudad discapacitada, porque es ella las que nos limita y se
limita a sí misma.
Dos horas después de haber salido del trabajo, ya en la estación
de Matellini, a punto de hacer el último tramo para llegar a casa,
esperaba que el semáforo se pusiere en verde y de pronto una bicicleta se pone
a mi costado cubriendo, con más de la mitad de su llanta delantera, mi silla. Miro
tratando de entender que le pasa a la persona que la montaba y me di
con la sorpresa de que ese tipo ya estaba con la mano estirada esperando
que le recibiera el dinero que tenía en la mano. En ese momento el
semáforo se pone en verde, muevo mi silla un poco hacia la derecha
y me dispuse a seguir rodado. Dos veces en un día me volvió a ocurrir lo que no
me ocurría a hace mucho, con mucha frecuencia.
martes, 5 de marzo de 2013
Cómo hacerlo
¿Cómo hacerlo? Es
inevitable, imposible. He perdido la guerra frente a tu dulzura. Cuando
sonríes y me miras me siento derrotado. Me rindo ante tus ojos encantadores. Tu
suave mirada me hipnotiza, tu sonrisa sincera y espontánea ablanda mi rostro y dejo a un lado ese ceño fruncido
que comúnmente me caracteriza.
Tengo que reconocerlo:
soy tu prisionero de guerra. Y soy el prisionero de guerra más feliz del mundo
y no quiero salir de este cautiverio ridículamente hermoso. Por favor, permíteme
vivir el reto de mi vida en esta prisión que es tu mirada.
Tus ojos achinados, de
color negro. Tus ojos intensos me hacen decir sí a todo, sin reparo, sin un “pero”.
Por favor no me pidas que me quite la vida porque soy capaz de hacerlo, sólo
por complacerte, querida.
Cuando estoy a tu lado
olvido todo lo demás, pierdo la noción del tiempo y es que quizá el tiempo
mismo se detiene el instante en que yo me quedo observando atónito tu dulce
piel color canela.
¡Cómo poder disimular lo que siento! Quiero gritarlo a los cuatro vientos (qué cuatro, a los seis vientos, a todos los vientos), quiero pintar toda la Vía Expresa de Javier Prado y en El Paseo de la Republica estas palabras: “TE AMO, ME TIENES LOQUITO”. Escribir también en los paneles publicitarios de las carreteras del Perú para que todo el mundo este enterado de lo que siento por ti. Sé que eres reservada con estas cosas, pero lo bonito de la vida debería ser difundido.
Perdí la guerra que le declare a mi corazón de no meterse en las cosas del amor. Tú me derrotaste y en vez de matarme, me capturaste. Y yo ahora sólo quiero vivir aquí, en tu corazón, toda la vida.
jueves, 21 de febrero de 2013
Babeando
Hace casi un mes tuve una entrevista de trabajo. Tenía
que sacar las camisas de una maleta que tenía guardadas durante meses (casi año
y medio, o más). No me pongo camisas, las usaré, a lo mucho, cinco veces al año y
no estoy exagerando. Siempre me las plancharon y me ponían lo botones y me
las colocaban así abotonadas como si fuera un polo.
Después de la entrevista el trabajo ya era una realidad,
me indicaron, sin embargo, que usaría camisas todos los días. Llegué a casa,
metí mis camisas a la lavadora y después de ochenta y cinco minutos ya estaban
para tenderlas. Cojo los colgadores las
coloco en el cordel.
Al día siguiente voy
en busca de las camisas, las pongo sobre la cama, jalo el planchador y me
dispongo a plancharlas. Recuerdo las
recomendaciones de mi abuela (la mamita Raquel), primero el cuello, seguido las
mangas y pechera y después la espalda. Listo. Hacer eso me tomó una hora y media… ¡que cólera! ¡Hora y media para una
camisa! Y son siete camisas las que tengo que planchar... ¡Siete!
Pero el reto mayo era ponerle los botones. Pongo
una camisa sobre la cama y me dispongo a abotonarla. Es
imposible. Reniego. Respiro profundo y vuelvo a la carrera. Para poner un botón
dentro del ojal del pantalón demoro casi veinte
minutos, estos sin cinco botones son más pequeños, por lo tanto son más
difíciles de abotonar.
Doy vueltas alrededor de la cama y cojo la segunda camisa. Mientras plancho
pienso qué hacer con el asunto de los botones. Se me ocurrió llevar el botón
con su respectivo ojal a la boca, empujar el botón con los dedos por un lado y
por el otro jalarlo con los dientes. Probé y tuve éxito. La primera camisa
está lista. La reviso por si acaso no me haya saltado un botón o esté puesto en
el ojal equivocado. Pero no me equivoqué, gracias a Dios. Mi camisa terminó
llena de babas, no queda de otra que volver a ponerla en el planchador y volver
a planchar esa zona para secar mis babas.
Así que ya saben, si me ven con una camisa y huelo a
babas es producto de mi dificultad al no poder hacerlo de la manea que ustedes
lo hacen.
Después de quince días estoy batiendo mi propio récord. Ahora
demoro cuarenta y cinco minutos en planchar y babear una camisa y unos treinta
minutos con un pantalón.
jueves, 31 de enero de 2013
Lo que puede ser sencillo para ti, a mí me resulta complicado…
Despertar y reconocer otra
vez, como todas las mañanas, que no puedo levantarme.
El hecho de empezar el día:
ir a la ducha, trasladarme de la silla de ruedas a la silla de baño con éxito, haciendo
movimientos milimétricos y esperar —Dios mediante— no terminar
en el suelo, es complicadísimo. Pero coger
el frasco de shampoo y echármelo en el pelo, coger el jabón y deslizarlo
por todo el cuerpo y terminar de jabonarme con éxito es más que
complicado, es imposible. Suelo tener dos jabones en la ducha porque a menudo
se me resbalan de las manos. Si
mi lesión medular fuera dos vértebras más abajo, eso no sucediera.
Pero no lo es.
Suelo
ir a la ducha con el teléfono por si termino en el suelo del baño, un
movimiento erróneo o un resbalón y
estaría perdido. Con el teléfono podría llamar a alguna persona
para que acuda auxiliarme. Llevo viviendo un mes solo y —gracias a Dios, que no sé cómo ni por qué
no me ha abandonado— no he tenido la
necesidad de hacer uso del teléfono.
Espero nunca usar el
teléfono. ¿Cuánto tardaría la primera persona que se me ocurra llamar en llegar a auxiliarme? Calculo
que una hora y sólo si es que está disponible; si no, la espera se prolongaría quien
sabe por cuánto tiempo.
Al término de la ducha de
rigor, tengo que secarme bien todo el cuerpo porque si dejo partes con jabón,
es decir resbalosas, para mí es fatal.
En fin…, este ritual de limpieza
dura aproximadamente entre ochenta a noventa minutos. Qué joda que resulta
hacer esto, deberíamos pasarnos sólo la lengua como los gatos y listo.
Lo que tú haces en un tiempo
determinado yo tengo que usar, por lo menos, tres veces más de ese tiempo.
jueves, 17 de enero de 2013
Tenemos corazón para rato
Llego casi una hora tarde, qué frescura la mía. Esta cita cita con el cardiólogo la he esperado hace casi seis meses. La primera cita la perdí por andar pensado en cosas del corazón (el amor, maldito corazón romántico, apasionado y triste). Entro al ascensor que esta atestado, felizmente sólo tengo que subir un piso. Al abrirse las puertas de elevador me encuentro con el consultorio al frente. Salgo con prisa del elevador llevándome con las llantas de la silla de ruedas unos pies de uno de sus desafortunados ocupantes, giro un poco la cabeza y le pido disculpas. Él con su mirada casi me come. Me acerco a la puerta del consultorio. Mi nombre figura en la lista, soy el paciente decimoquinto. Al frente unos ancianos esperan su turno, les pregunto por la doctora. Uno de ellos se despacha con un rollo de cinco minutos. Al final me dice que había salido una anciana de casi 70 años hace poco, pero primero tenía que subir al quinto piso y hacerme una electrocardiograma, que todos se lo hacen antes de pasar por el medico. Observo a los pacientes que eran cinco ancianos, todos tienen su electrocardiograma en la mano. Le agradezco por su ayuda al anciano. Giro rápidamente al ascensor y por obra de la fortuna se abre y está vacío y sube. ¿A esta hora vacío y sube? Bueno, no quiero especular sobre ese hecho. Llego al consultorio donde tengo que tomarme el electrocardiograma. Tardo unos diez minutos en salir con los resultados, ya de regreso en el consultorio del cardiología la doctora hace su aparición. Sale a la puerta con su lista, dice un nombre que no es el mío y uno de los anciano se para y va hacia ella. Después me menciona, le respondo que yo soy Erik García. Los demás me miran. Parecen molestos. Al ingresar al consultorio la doctora me recibe el electrocardiograma, lo ve por unos segundo cuenta las líneas yo sin entender nada le respondo que tomo dos pastillas diarias después de escribir. Me dice que continúe con las pastillas y que mi corazón está bien. Me manda una orden para un ecocardiograma a fin de despistar cualquier complicación. Al retirarme del consultorio pienso en cuál sería la causa de la estabilidad de mi corazón. ¿Serán las pastillas? ¿El hecho que esté fumando menos o el amor? Espero que sea la última alternativa, y si es la ultima alternativa, qué voy hacer cuando me falte...
E.
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