miércoles, 9 de octubre de 2013

Terremoto de 9°

Con un dolor en la pansa, los nervios de punta, en medio de una circunstancia jamás vivida. Esperaba una avalancha de preguntas seguida de dedos acusadores, señalándome con los ojos encendidos. Un día antes planché mi ropa, me afeité los cuatro pelos que tengo en la mandíbula. Me miré en el espejo y ensayé la mirada que tenía que poner (sin arrugar la frente, claro). Ante tanta presión, fui en busca de un amigo que hace años paso por una situación similar. Hablamos unos minutos e intentó darme valor. No pudo. Nunca pensé hacer esto ni en mis sueños más absurdos. Después de la conversa regresé a casa en la noche, no pude de dejar de soñar con que, tarde o temprano, llegaría ese momento. Por ratos era todo confuso y despertaba exaltado en la madrugada. Tenía que estar tranquilo; sí, tranquilo, ¿pero cómo estarlo si tenía la idea que causaría un terremoto de nueve grados con réplicas de la misma magnitud? Al día siguiente me tome tres horas vistiéndome con calma para que no se me escapara ningún detalle. A la hora de salir le prendí una vela a mi zambo (Señor cautivo de Ayabaca) y de pronto me encontraba embarcado en el metropolitano. En el camino iba haciendo mi Hoʻoponopono, un antiguo método de sanación hawaiana basada en la reconciliación y el perdón. Ella me enseño ese método. Siempre ella. La hora pactada estaba próxima, antes de ir a su casa nos encontramos en un centro comercial, luego nos embarcamos en un taxi, los dos estábamos nerviosos, no sé si ella más que yo. Teníamos las manos sujetas. La de ella estaba sudada, se me ocurrió la idea de hacer bromas, así bajaría la atención que nos  asfixiaba. Estábamos a escasos veinte metros de su casa, el auto que nos trasladaba no terminaba de cuadrase y yo ya quería bajar y salir corriendo en sentido contrario (no seas gallina enfrenta a lo hecho pecho, le grité a mi consciencia). Ingresé, por tanto, a la casa. El primer encuentro fue con su hermana, unos instantes después salió su madre, ella, más cortes que yo. me invito a pasar a la mesa. Seis personas sentadas y yo ocupando un lado de la mesa, un ser extraño con apariencia de tranquilidad, sintiéndome observado sin serlo. Todo transcurrió con absoluta calma, estaba sorprendido, esperaba la avalancha de preguntas, el interrogatorio no se dio y el terremoto pronosticado por ella y yo fue una falsa alarma, tan igual o peor que el pronosticaron los mayas.

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