Con un dolor en la pansa, los nervios de punta,
en medio de una circunstancia jamás vivida. Esperaba una avalancha de preguntas
seguida de dedos acusadores, señalándome con los ojos encendidos. Un día antes
planché mi ropa, me afeité los cuatro pelos que tengo en la mandíbula. Me miré
en el espejo y ensayé la mirada que tenía que poner (sin arrugar la frente,
claro). Ante tanta presión, fui en busca de un amigo que hace años paso
por una situación similar. Hablamos unos minutos e intentó darme valor. No pudo. Nunca pensé hacer esto ni en mis sueños más
absurdos. Después de la conversa regresé a casa en la noche, no pude de dejar
de soñar con que, tarde o temprano, llegaría ese momento. Por ratos era todo confuso y despertaba exaltado en la madrugada. Tenía que estar tranquilo; sí, tranquilo, ¿pero cómo estarlo si
tenía la idea que causaría un terremoto de nueve grados con réplicas de la
misma magnitud? Al día siguiente me tome tres horas vistiéndome con calma para
que no se me escapara ningún detalle. A la hora de salir le prendí una vela a
mi zambo (Señor cautivo de Ayabaca) y de pronto me encontraba embarcado en el
metropolitano. En el camino iba haciendo mi Hoʻoponopono, un antiguo método
de sanación hawaiana basada en la reconciliación y el perdón. Ella me enseño
ese método. Siempre ella. La hora pactada estaba próxima, antes de ir a su casa nos encontramos
en un centro comercial, luego nos embarcamos en un taxi, los dos estábamos
nerviosos, no sé si ella más que yo. Teníamos las manos sujetas. La de
ella estaba sudada, se me ocurrió la idea de hacer bromas, así
bajaría la atención que nos asfixiaba. Estábamos a escasos veinte metros de
su casa, el auto que nos trasladaba no terminaba de cuadrase y yo ya quería
bajar y salir corriendo en sentido contrario (no seas gallina enfrenta a lo
hecho pecho, le grité a mi consciencia). Ingresé, por tanto, a la casa. El primer encuentro fue con su
hermana, unos instantes después salió su madre, ella, más cortes que yo. me
invito a pasar a la mesa. Seis personas sentadas y yo ocupando un lado de la
mesa, un ser extraño con apariencia de tranquilidad, sintiéndome observado
sin serlo. Todo transcurrió con absoluta calma, estaba sorprendido, esperaba la
avalancha de preguntas, el interrogatorio no se dio y el terremoto pronosticado
por ella y yo fue una falsa alarma, tan igual o peor que el pronosticaron los mayas.
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